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¿Por qué no huelen las azucenas?
en el corpus de los Teatreros
Cuando comenzó la guerra iraquí-americana, la vimos en vivo y a todo color. Podría ser que nos horrorizara la guerra misma, la posibilidad de que una bomba le cayera encima al reportero mientras nos relataba los hechos. Pero también nos fascinaba el espectáculo, el avance tecnológico que nos permitía ver la guerra en acción desde la comodidad y seguridad de nuestras salas. Se nos permitía participar morbosamente de la guerra, conocer a los generales, ver a los periodistas moldear sus informes a las necesidades ideológicas de los poderes, compartir con la brigada de los guardias nacionales puertorriqueños que no hablaban inglés y que se habían llevado calderos, gandules y arroz al desierto. Fuimos espectadores de primera fila en lo que un diario del país acertadamente llamó el teatro bélico.
Porque, ¿qué era aquello si no teatro? Convergían allí sus coordenadas, sus múltiples y paralelos elementos: actores, movimiento, voz, espacio, tiempo, escenografía, vestuario, el marco del televisor convertido en el arco del proscenio. Y en ese cuerpo, en ese escenario bélico, se representaban las fuerzas de este siglo, con todas sus contradicciones, sorpresas y desplazamientos.
La proyección televisiva y radial de la guerra se encargó de que el proverbial cinismo finisecular que tanto se cacarea se viera sustituido por un apoyo bastante masivo a la guerra y especialmente a los soldados. En Puerto Rico, de la noche a la mañana le crecían tiras amarillas a los árboles. Mientras se llevaban cientos de patriotas puertorriqueños a la zona del Golfo (¿de qué golfo?), pocos podían explicar las razones del conflicto, inmediatas o históricas. En la Universidad de Puerto Rico, escenario de tantas manifestaciones anti- guerra de Viet Nam, apenas se dejaba oir una tenue oposición a la guerra.
En este contexto, y durante un coloquio sobre El Imaginario social en el que un gran porciento de las ponencias analizaba la guerra, sobre todo aquellas de los participantes norteamericanos, canadienses y europeos, Rosa Luisa Márquez, Antonio Martorell, Miguel Villafañe, Ana Lydia Vega y Robert Villanúa presentaron ¿Por qué no huelen las azucenas?
El espacio escénico: una clásica glorieta pintada postmodernamente de rosa y verde, ubicada en una intersección muy transitada del Recinto de Río Piedras de la UPR. La ambientación: tiras de gasa pintadas con frases célebres de la guerra (bombas inteligentes, teatro de operaciones, daño colateral, fuego amistoso) iban de columna en columna y marcaban el área de los protagonistas, limitada al frente por cinco pequeños altarcitos de santos y floreros llenos de azucenas con su olor a muerto. El elenco: cinco actores a modo de coro griego. La utilería: cinco banquitos y cinco periódicos que se sacaban de los altarcitos, una campana, un xilófono, una grabadora que emitía música de Navidad así como Vengo a decirle adiós a los muchachos. El vestuario: variaciones sobre el rojo y negro.
Los cinco protagonistas, con ritmo frenético, iban leyendo titulares, fragmentos de noticias y artículos periodísticos propios y ajenos sobre la guerra. Los leían en inglés y español mientras marchaban, miraban un imaginario televisor (Teve o Muer-teve), iban cambiando de banquitos, se sentaban o se paraban en ellos, mientras la grabadora cantaba y el xilófono o la campana marcaban aperturas y clausuras provisionales. La selección de algunos de los fragmentos noticiosos parecía responder al azar, pero el texto y los elementos teatrales iban elaborando un coherente cuerpo teatral irónico y anti-bélico.
La pieza es corta, de unos treinta minutos de duración, y se presentó una sola vez el 20 de febrero de 1991. Todos los elementos se subordinaron al texto, de manera tal que el transeúnte que se acercara a media obra pudiera incorporarse sin mayor dificultad. Al final bajaba un tanto el ritmo frenético con una reflexión:
O no será mejor que se prohiba que se maten? Para
que regrese la muerte natural, por vejez o por cansan-
sio. Para que los deudos tengan otra oportunidad de
reunirse con los familiares, tomar café, contarse histo-
rias, rescatar la memoria y sobre todo, vestirse de
ocasión (...) Para eso sí sirven la muertes. Y la mía,
que avise antes, a ver si me da un breiquecito en lo
que me voy de viaje...
Poco después se oía la canción de Daniel Santos y los actores repartían las azucenas.
Una pieza marcada por la urgencia de la ocasión, ¿Por qué no huelen las azucenas? (como El sí-dá, otra breve pieza de Márquez y Martorell) responde a la estética y la ética del teatro de denuncia que en los años sesenta Márquez y otros cómplices montaban en cualquier lugar del recinto universitario. Es éste un cuerpo teatral en el que los códigos que se cruzan y se encuentran, a la vez se entrecruzan, se apoyan, se acumulan, para añadirle impacto a la totalidad.
Como respuesta a una guerra cuyas bombas salían de cualquier parte, cuyas hazañas los noticieros repetían incansablemente, incontenida en un desierto desconocido para casi todos y amenazante hasta el delirio, ¿Por qué no huelen las azucenas? intentó circunscribir un espacio, separar el grano de la paja, ofrecer un horizonte y un marco de referencia, representar una historia, una ficción sobre la ficción cibernética que nos acechaba. Se trataba de hacer y de decir algo en medio de la inminencia de la inercia por sobre-exposición.
Es por esto que ¿Por qué no huelen las azucenas? es una pieza muy distinta a las otras del corpus reciente de Márquez y Martorell. Desde La leyenda del cemí hasta El león y la joya, vemos una práctica teatral de la acumulación y la dispersión, de la superficie provisionalmente inscrita que amenaza con diseminarse en cualquier momento. Los textos todavía llevan su carga ideológica, su confiaza en la posibilidad de transmitir un mensaje. Pero éstos se convierten en un elemento más, lejos de ser el principal, acompañados por barrocos textos cinesiológicos, visuales y auditivos. En El león y la joya, por ejemplo, había hasta estímulos gustatorios con la repartición de una suculenta receta para caldo santo con el programa y unos dulces durante el intermedio.
La complejidad representativa del repertorio de los Teatreros de Río Piedras y Cayey bajo la direccion de Márquez y Martorell literalmente dramatiza la multiplicidad y multiplicación infinita de mensajes que acechan y subvierten cualquier orden de prioridades, cualquier perspectiva, cualquier narración coherente y unívoca. Como las ambientaciones de Martorell o las piezas de danza de Viveca Vázquez, el corpus Márquez-Martorell nos conmina a fijarnos en todo a la vez, a tomar de aquí y de allá, a componer y recomponer incansablemente, a desconfiar de las totalidades simplistas, a responder, si bien desesperadamente, a la desesperante situación actual, la puertorriqueña y la global, que nos inmediatizan la prensa y sobre todo la televisión.
septiembre 1991
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El Nuevo Día, 12/2/91.
Fue el sábado dos de febrero, el de la Candelaria, el del cierre navideño con fogatas de árboles sin regalos, secos. En vez de árboles, se quemó la cruz del Sementerio para clausurar las ambientaciones de Antonio Martorell en El Arsenal de la Puntilla; las que se habían inaugurado con bolero y plena mes y medio antes.
Fue en la Navidad que comenzó la guerra. Por eso fue un evento para conjurar la paz, no la de los sepulcros sino la anhelada en el Golfo. El Golfo que aunque lejos, nos toca tan de cerca.
Fue con amigos; al final casi mil asistieron. A las ocho, hora de la convocatoria se desató un aguacero. El dinámico teatro al aire libre tiene que por gracia responder a las veleidades del tiempo. Entraron pues, a guarecerse en lo que quedaba de la ambientación de tres salones inmensos. Vieron sus esqueletos, las huellas del proceso en el que colaboraron más de doscientos. Las esculturas descabezadas de alambre de pollo vestidas con los manteles de la Gala de Perlas del Instituto de Cultura Puertorriqueña que antes posaban en la última cena del Cenatorio, los portones de entrada al Sementerio, los tocones que circundaban el mausoleo y la enorme cruz de velas del centro, ahora protegida de sol y sereno por un paraguas, estaban afuera, al aire libre, creando una nueva ambientación en el patio interior de la Puntilla.
Fue cuando escampó, que los feligreses de esta comunión, al repique de las campanas de iglesia sonadas por Dinorah Marzán, se sentaron alrededor de la fuente y encendieron las velas que habían recibido a la entrada. Martorell y Rosa Luisa leyeron los textos: Oración y Alabanza desde dos escaleras de metal que sugerían pozos petroleros: ora, ahora, ahora y siempre y ojalá nos quede algo por alabar. Las esculturas vestidas se desplazaban en hombros desde las esquinas hacia el altar central, la fuente, sobre el cual se erguía la enorme cruz de velas. La acción fue congelada por el parte de prensa de la muerte del segundo puertorriqueño en el Golfo, sacado de las noticias del día. El movimiento continuó. Josie Latorre lo acunó con una nana, los ejecutantes desnudaron las estatuas. Josie cantó Noche de Paz bombardeada por ruidos de helicópteros. Todos cantaron con ella. Luego, le entregó un jacho encendido a Javier Cardona y él inició la fogata que prendió lento, lento. Salimos de escena. El público quedó espectante, pensativo, hipnotizado hasta que el altar se incendió, conmemorando otra Candelaria. Luego hubo tertulia, silenciosa.
Fue que muchos llegaron tarde. Es para ellos y para los que no fueron, este recuento.
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